Desde hace un par de semanas tengo el “honor” de disfrutar durante la sobremesa con algún que otro programa de cotilleo en el que un puñao de contertulianos se dedican a mostrar sus opiniones a grito pelao sobre los famosillos de turno.
Es totalmente cierto que todo el mundo tiene derecho a expresar lo que piensa, eso sí, pero a veces (por no decir siempre) me resulta indignante que critiquen a los cuatro vientos las intimidades ajenas. Pero eso no es todo. En programas anteriores (mejor no decir cuál para no herir sensibilidades) me sorprendió “gratamente” que defendieran el derecho de un padre a proteger la intimidad de su hijo menor. Chapó. Incluso me quitaría el sombrero si lo llevara: cuatro mindundis sabelotodo defendiendo los derechos de un tercero, pero a la vez vulnerándolos, pues hablaban del niño, con su nombre y apellidos. ¿Qué intimidad defendían?
Opinar es fácil y lo puede hacer cualquiera, sólo hace falta encender el televisor. El reto y lo difícil del caso es que los argumentos tengan un sentido.
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